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sábado, 2 de junio de 2012

La Relación Idílica de Arcadio y Dalia


Arcadio Gil Franco conoció a Dalia Mendieta de los Santos de San Román por accidente, sin quererlo realmente, en un parque de Tucumán, Argentina, que ambos visitaron con sus respectivas parejas. Arcadio iba bien acompañado por Anastasia Córdoba, y Dalia iba de la mano de Don Mario San Román y Cuenca Segundo, un descendiente de la familia más rica de Buenos Aires. Se conocieron gracias a alguna magia del Espíritu Santo, y supieron que nunca más querrían estar con otra persona
Arcadio era un pobre carpintero quien tenía que trabajar haciendo juguetes para los niños en una de las primeras fábricas que habían llegado a La Plata. Era el tercero de ocho hijos, y apenas había acabado la secundaria antes de entrar a trabajar para solventar los gastos de la casa de sus padres, posteriormente, la suya. Aún mandaba los doce de cada mes, una contribución pequeña para las personas que le dieron la vida. Vivía en una villa miseria con sus suegros, su cuñada y su esposa Anastasia. Ella era infértil, pero todos le echaban la culpa de la falta de hijos a él y su buen seso para no andar trayendo criaturas indebidas a la ciudad.
Dalia era la mayor de los Mendieta de los Santos, y sólo tenía tres hermanos varones. Era una niña que creció rica y ajena al mundo de pobreza que se vivía tras los muros de su castillo de cristal. Se prometió con Don Mario a los diecinueve años, para casarse antes de los veinte, en una boda que rodó por toda la prensa nacional, y fue conocida como “LA BODA TREPIDANTE DEL SEÑOR SAN ROMÁN”, dada la alharaca tan grande que generó. Llevaban cinco meses de matrimonio, y aún no estaba en cinta la señora de San Román, quien aprendió en las escuelas de señoritas a vestirse bien, a oler bien, a dormir bien, a cocinar bien, a tener siempre una buena sonrisa para brindar al esposo. Aprendió también las más de cien maneras de utilizar su cuerpo para dar placer al hombre de la casa en otra escuela de “señoritas”, pero nunca imaginó que sus mayores aprendizajes serían fuera de cualquier recinto escolar, bajo el techo estrellado de la ciudad de Rosario, a lado de un fabricante de juguetes.
El día en que se conocieron, estaba cayendo una llovizna de lo más extraña, pues el sol brillaba en todo su esplendor y no se divisaban bastantes nubes en el cielo, había un arco iris dibujado en el cielo azul e incluso se podían apreciar varias aves volando en el cielo.
Ella estaba sentada en una linda silla dorada del café de Los Insurgentes, bebiendo un buen mate con su esposo, mientras charlaba con los ricos de la zona sobre por qué los pobres estaban acabando con Argentina. Estaba muy aburrida, sonriendo sólo por compromiso, examinando las inscripciones que dejaban las hierbas del mate en su matera.
Arcadio, por su parte, caminaba felizmente con su esposa a lado, acababan de comprar un helado de limón para ella y uno de rompope para él, lo lengüeteaban alegremente y se reían de los pobres ricos, quienes nunca podrían disfrutar de lo bueno que era tomarse un helado con toda la tranquilidad de La Pampa. Él volteó sólo un instante, el cual sería eterno dentro del brillo espectacular de los ojos de avellana de Dalia. Ella también se perdió en la profundidad de los ojos negros de Arcadio, tan hondos, tan oscuros, tan llenos de vida, tan excitantes, tan diferentes.
Con una mirada llena de deseo y encanto se conocieron; este evento afortunado no duró más de cinco segundos, pero habrían de recordarlo el resto de sus vidas.
-¿Qué te pasa, ché? – le preguntó Anastasia a Arcadio cuando lo vio tan distraído.
-Nada, lunita, que la lechuza se me detuvo a comer por un segundo.
-Vos y tu lechuza.
-Vos y tu cintura – la tomó por la cintura y le besó el cuello, y mientras lo hacía, ya se preguntaba a que sabría el cuello de la hermosura del vestido azul que tomaba mate en una cafetería de ricos.

Arcadio y Dalia no se pudieron sacar de la cabeza el uno al otro, ella todavía soñaba con esos ojos negros que la incitaban a vivir de una manera diferente, mientras él quería volar en las alas invisibles del ángel que el destino tuvo a bien presentarle.
Comenzaron a verse fortuitamente cuando un lunes él pasaba “´por ninguna razón aparente” por la villa rica de Buenos Aires después de salir temprano del trabajo. Sabía que sólo alguien adinerado era capaz de tomar mate en una cafetería del centro, y la razón de su insomnio no podía estar lejos. Efectivamente, Dalia pasó caminando del brazo de su esposo a los pocos minutos de caminata de Arcadio.
-Tú, wachiturro, ¿qué te crees que hacés aquí? Andá al laburo que los jefes te van a zurrar – le gritó Mario San Román, Arcadio se limitó a sonreír y decir con voz clara y fuerte.
-Lo lamento, Ché, pero si se tiene que echar a andar la Lechuza, se tiene que echar a andar – Dalia comenzó a reírse levemente, mientras que Mario San Román se sonrojó y la soltó.
-¿Qué me decís, boludo? Vos has de querer que llame a la montada
-Que va, lo que yo quiero es que se montén pero a la Virgen del río.
-Dejalo, querido, recordá que te ponés colorado si te enojás.
-Tienes suerte que venga mi mujer, donde te vuelva a ver te pongo una joda que regresas a la concha de tu madre.
-Cuando guste y donde guste, yo siempre laburo en La Plata y salgo a las seis de la fábrica de sueño – esto lo dijo Arcadio con un doble sentido, para que Dalia lo fuera a buscar cuando pudiera.
Pasaron tres meses sin que Arcadio fuera a Buenos Aires o Dalia a La Plata, ya era Agosto y él comenzaba a perder la fe. Hasta que un día la vio fuera de la fábrica, con el mismo vestido azul con que la vio la primera vez.
-Lo que hizo usted con mi marido fue una falta de respeto atroz.
-Le pido perdón, mi señorita, pero reconozca que su señor esposo me provocó primero.
-No he terminado.
-Dispense.
-Pero lo que estoy a punto de hacer yo, es todavía peor.
-¿Que está sugiriendo?
-No se haga el pelotudo, si sabe bien a lo que me refiero.
-Pero en sus dulces labios, las palabras suenan como un concierto de Gardel – Dalia sonrió y le dio una nota de papel perfumada, ésta tenía instrucciones detalladas de cómo y donde sería su próximo encuentro. Estaba pactado para el día siguiente a las siete, en un bar muy escondido de Rosario.
-¿Por qué hasta Rosario, mi señora?
-Por que en Rosario no se cantan las traiciones – y con esas palabras se fue hasta su carro privado, donde el chofer ya la esperaba, listo para irse.
Comenzaron a verse en el pequeño bar de Rosario todas las semanas, los jueves por la tarde, dos horas de copas, de risas, de anécdotas y de despedidas. Él le enseñó en pocos pasos la vida tan cruel y ruda que se vivía en las calles cuando tu apellido tenía menos de doce letras, le enseñó a escarbar, a patear la pelota, a beber por la garganta, a ser rebelde, a gritar, a soñar con barquitos de papel, gatos y familia; pero sobre todo, le enseñó a vivir, sin importar el mañana.
-Que si amanezco muerto, quiero decirle a San Pedro “Cabrón, te llevaste a un pibe vivido” – era su frase predilecta.
Por su parte, Dalia le enseñó a vestirse y peinarse mejor, a mascar tabaco con elegancia, a beber con la lengua, a sonreír cuando las cosas se ponían difíciles y a enamorarse sin sentido.
Se adoraban, se necesitaban, era claro que se derretían el uno por el otro, pero nadie se atrevía a ser infiel y dejar en los labios del otro el dulce sabor del engaño. Nadie, hasta Octubre, cuando ella llegó, y antes de saludar, ya había terminado con media botella del mejor whisky del bar.
-Tengo que decirle algo a vos, señorito carpintero.
-Pues vos lo debés de soltar, señorita riquilla.
-No sé si es que mi marido se traga la concha de otra, o que el alcohol me pone en pedo, o tal vez, hasta lo quiero.
-¿A dónde va, mi señorita?
-Que si ya andamos haciendo pavadas, pues a hacerlas bien.
-¿Qué proponés?
-Sigueme, que esta noche las estrellas na´más salen de nuestro colchón – salieron del bar, medio ebrios y medio confusos, pero bastante enamorados y conscientes para saber lo que pronto harían.
Se hicieron el amor con la bestialidad de dos leones, pero con la delicadeza de músicos, y fue un amor pleno, inolvidable, insólito, prohibido, excitante, único. Él nunca había sentido tantos nervios ni había estado tan perceptivo, mientras que ella llegó a nuevos rangos en su escala de orgasmos. Lo hicieron por horas, en una cama pequeña de un hotel barato, hecho especialmente para esas ocasiones. Durmieron cada quien en los brazos de la otra persona, llenos de amor, conectados como nunca y como siempre, como dos almas destinadas a unir sus cuerpos en algún momento.
Cuando despertaron, ninguno se asustó o intimidó, era como si se conocieran de toda la vida.
-Yo nací para vos – le dijo ella a él.
-Y yo para vos – le respondió él, se dieron un beso y todavía jugaron un poco a las caricias en la cama, antes de vestirse e irse cada quien a sus respectivas casas, para inventar una mentira más en una lista que incluía juntas, reuniones de póker, horas extras y visitas al doctor.

 Dalia se tardó una semana en notarlo, y dos meses en ir con la noticia a los brazos de Arcadio.
-Estoy preñada, y es tuyo – le soltó una noche tras hacer el amor en un hotel nuevo. La pareja había agarrado la costumbre de verse dos veces a la semana, y siempre en un hotel diferente de Rosario, siempre ser salvajes y delicados, y sólo entregarse, sin muchos preámbulos, sin nada más que su piel y sus caricias para aumentar el ya de por si implacable fuego que ardía entre ellos.
-Pero ¿cómo puede ser? Si en tres años no le he dado a mi mujer más que los gritos.
-Tal vez tu mujer esté mala.
-O tal vez el hijo sea de San Román.
-Es imposible, este hijo es producto del amor, se puede sentir en su calor. Un hijo de San Román me helaría hasta el peinado.
-¿Cómo lo sabés?
-Soy mujer, nosotras lo sabemos, ché.
-¿Qué querés? ¿Qué nos fuguemos hasta donde no haya ni buenos ni aires? ¿Qué nos la vivamos en Jujuy o en Tucumán?
-Yo te quiero a vos.
-Pero vos sos una Mendieta de los Santos, y yo un simple Gil, eso sólo pasa en novelas y en tangos.
-Pues escribamos nuestro propio tango.
-El tango del cuerno.
-El tango del amor.
-El tango pelotudo.
-El tango enamorado.
-El tango de los que joden.
-El tango de los que aman.
-Y resulta que en los colegios de pibas, también te enseñaron a replicar.
-Me enseñaron de rimas, la réplica te la debo a vos.
-Vos serás mi perdición, mi puñetera perdición.
-Y vos la mía.
-Pero sos mi salvación, mi puñetera única salvación.
-Y vos lo sos de mí.
-¿Cuándo nos hemos de escapar a escribir tangos?
-En dos años, para que tengás tiempo de buscar algo tranquilo, tal vez en Paraguay.
-Mejor en Venezuela.
-¿Qué hay de México?
-O en Nueva Zelanda.
-Andá a buscar donde vos querás, corazón, que a donde me lleves, yo voy contigo.
-¿Seguiremos amándonos así, aún cuando nos la vivamos entre puertos?
-Aunque me hicieras vivir entre Canallas.
-Vos sos lo único que amo.
-Hay dos cosas que amo, y una sos vos.
-¿Cuál es la otra?
-Si serás boludo, tu hijo, nuestro hijo.
-Soná tan lindo, repitelo.
-Nuestro hijo – se sonrieron, se besaron y fueron a dormir, pensando en lo infinitamente bello del futuro que les esperaba.

El primer hijo de Arcadio y Dalia nació bajo el nombre de Sebastián San Román Mendieta de lo Santos. Decidieron conservar el apellido San Román para la criatura, ya que éste le garantizaría un futuro más promisorio que el Gil. Vino al mundo apenas unos días antes de que fuera Navidad; 23 de Diciembre de 1963, y de inmediato fue llevado a una incubadora.
Los doctores, Dalia y las enfermeras estaban de acuerdo en que había sido uno de los mejores partos que les había tocado presenciar. El niño llegó al mundo sin complicaciones en el parto, son buena salud, peso ideal, y son llorar en demasía, fue demasiado fácil para Dalia, quien imaginó que sería la mar de doloroso, y en vez de eso, sólo sintió un dolor moderado en el vientre, y luego un vacío.
 -Es normal, su vientre ya extraña al niño, se ve que va a ser maravilloso – le dijo el Doctor cuando Dalia decidió contarle sus síntomas. Ella se lo contó a Arcadio, quien no pudo evitar una risita nerviosa.
-Es que es el hijo del amor.
Pasaron los meses, y cada día estaba más cerca el momento en que Arcadio y Dalia escaparan junto con Sebastián hasta donde ni Dios todopoderoso los pudiera encontrar, habían pactado la fecha, y sólo faltaban un par de días para la escapada. Pero no contaban con la interferencia de Augusto Mendieta de los Santos, el hermano de Dalia.
Augusto paseaba por Rosario un desafortunado día, aburrido ya de todos los bares de Buenos Aires, decidió ir a Rosario a tomarse algo, encontró el bar más escondido y solitario de la ciudad, y ahí pidió tequila. Se sentó en una mesa del fondo, y entonces vio a su hermana, con su hijo de seis meses en los brazos, acompañada de un hombre claramente pobre. Decidió esconderse, sin decir nada, se hizo invisible hasta que los vio partir, los siguió con la mirada, hasta que se perdieron y entonces alzó la vista al cielo, rogándole a cualquier dios cercano que le ayudara.
-Dios, no permitas que mi hermana lo pierda todo por culpa de la concha que le heredo su madre.
Siguió espiándolos durantes meses, analizando su patrón de juego, sus miradas, sus besos. Sabía que tenía en sus manos la oportunidad de salvar el corazón de su amada hermanita de las garras crueles del infierno, pero no sabía como lograrlo sin parecer un chivo y tener que explicar que hacía en Rosario, cuando debía estar trabajando.
Tardó dos meses de estudio en lograr su plan infalible; San Román se enteraría del chisme y asesinaría a Arcadio.
El plan no era muy complejo, pero Augusto se ufanó siempre de su buen juicio. Haría llegar una carta anónima, firmada por una mujer, la carta diría que lo esperaba en un buen bar de Rosario para después largarse a un hotel donde el “padre” de Sebastián descansaría del estrés de tener un hijo.
La carta llegó justo dos días antes de la fecha límite del plan de escape, y Mario San Román no pensó dos veces antes de salir a conocer a la misteriosa mujer que le devoraría el alma en pasiones. Se arregló y salió de la casa, sabiendo que su mujer no llegaría temprano, pues había ido a La Plata con unas amigas y sólo regresaría hasta el día siguiente. Llegó puntual a la cita, y sus ojos lo llenaron de furia cuando vio a su mujer besando al Wachiturro que lo había retado en su propia calle.
-¡Pero si serás puta! – le gritó San Román a su esposa antes de derrumbar a Arcadio y patearlo con fiereza.
-¡Pará, Mario! – gritó su mujer, pero él no hizo caso y sólo la empujo con violencia.
-Mira que dejarme por un pelotudo así, te vas a enterar, hijo de puta – lo levantó sólo para darle una tunda aún más violenta. Arcado no podía defenderse, San Román le había quebrado un brazo desde que lo derrumbó, dejándolo inmovilizado por completo, trató de patear a su agresor, pero fue inútil, necesitó que medio bar detuviera la violencia incesante emanada del cuerpo del millonario.
-Vos te venís conmigo – le ordenó San Román a su esposa.
-No quiero.
-No te atrevas a hacerme enojar, no ahora.
-No quiero ir contigo nunca más, no quiero saber nada de ti.
-Mirá, estúpida – abrazó a Dalia por el cuello y le dijo en voz tan baja, que sólo ella y él lo pudieron escuchar –, ese ché por el que te ponés toda loca, es hombre muerto, sí o sí, la única forma en que viva, es que te vengás conmigo, me pongás la pija como un mango, la chupés, y te la metás en toda la concha hasta que me quede en sangre.
>>Así que escoge, mi reina.
-Sos un tremendo pelotudo.
-Y vos sos más puta que la María de Egipto, pero aquí no estamos para juzgar, estamos para joder – Dalia salió con su esposo a un lado. Alcanzó a voltear para ver a Arcadio, lastimado, con los ojos enamorados puestos en ella.
-¡Dalia, que yo te amo, carajo! – alcanzó a gritar Arcadio antes de que su amada fuera aventada en un carro negro, el cual se la llevaría para nunca más volver.
Dalia cumplió con su parte del trato, y salió embarazada de esa noche tan horrible, en la que el placer no estuvo presente, mucho menos la felicidad. Pasaron los nueve meses con frío en el vientre, un frío que no sólo helaba el peinado, si no hasta la peineta. Nunca tuvo noticias de Arcadio, ni de nadie, San Román y ella se mudaron hasta lo más recóndito de Mendoza, no la dejó salir a ningún lado, la tenía vigilada todo el día y toda la noche.
-Yo no entiendo por que vos sí te vas de putas.
-Por que yo, mi reina, soy tu puto dueño.
El segundo hijo de Dalia, y el primero (reconocido) de Mario San Román, nació en una forma diametralmente opuesta a Sebastián; fue un nacimiento oscuro, doloroso, lleno de nervios, de traumas. Dalia sufrió, pero ahora en serio, como si su cuerpo no quisiera volver a estar unido otra vez.
-Es lo normal, la segunda siempre es la peor – le dijo el mismo doctor que trajo al mundo a Sebastián, pero con un tono mucho más lúgubre y mentiroso.
El primer hijo de Mario San Román y Dalia Mendieta de los Santos fue bautizado con el nombre de Mario Ataulfo San Román Mendieta de los Santos, nació bajo de peso, con dificultades para respirar, y con odio y rencor en su mirada.
-Aquí no ha nacido un niño, ha venido el mismísimo demonio – le contaría la partera Jimena Amione a su compañera, mientras ambas iban de camino a su casa.
-Te equivocás Jimena, como siempre, lo que aquí ha venido no es demonio ni es niño, es el odio en persona.

Arcadio y su familia se tuvieron que mudar para evitar a los matones de San Román, que estaban dispuesto a todo para acabar con su vida. Fue a Río Negro, a Jujuy, a Tucumán, y a cualquier lugar donde le dieran trabajo, era difícil darle trabajo a un pobre carpintero, y lo que conseguía era temporal. Pasaba la mayor parte de su tiempo soñando con Dalia, con sus besos, sus caricias, sus senos, sus sueños, la lloraba, la recordaba, la dibujaba, la escribía, la sufría. Nunca quiso dejarla de pensar, y siempre se preguntaba si ella pensaba lo mismo.
Dalia lo pensaba aún más, y lo buscaba en cada rincón de Argentina que San Román no le negaba. Tanto lo recordaba, que siempre prefirió a Sebastián por encima de Ataulfo, siempre fue primero Sebastián y luego Ataulfo. San Román los despreciaba a los dos por igual, por eso nunca se dio cuenta de que uno no era su hijo. Incluso cuando nació Sandra, dos años y medio después que Ataulfo, San Román no la conoció hasta después de un mes, y tampoco le importaba demasiado.
Cuando Sebastián cumplió cuatro años, llegó a oídos de Dalia una noticia que le desgarraría el corazón. Primero se negó a creerla, pero después la encontró en el periódico, y supo que todo había acabado. Lloró tres días y cuatro noches, hasta que San Román por fin le preguntó.
-¿Que tenés vos, mujer? Parece que te hubieran matado la sonrisa.
-La que han matado es mi felicidad, viejo.
-¿Qué pasó?
-Lo que tenía que pasar – Dalia buscó entre sus periódicos la nota y se la entregó. Era el periódico de Rosario. Había una foto con un hombre colgado por el cuello. La nota decía: “Arcadio Gil fue encontrado muerto en su departamento el día de hoy a las seis de la tarde: El suicidio ocurrió por razones que el difunto explica en una nota “Si en vida no te puedo amar, tal vez en muerte te pueda encontrar” junto con una lista de pésames para sus familiares…”
-Que boba, yo creía que era algo importante.
-Es más importante que tus gallos y tus días, él sí era un hombre, no como vos.
-Yo tengo de hombre en un pierna lo que ese en todo el cuerpo.
-Eso quisieras vos – Dalia se levantó y entró a su cuarto, donde lloró aún más.


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